En días recientes, bueno ya no tanto, hubo dos casos que
llamaron la atención de los medios aquí en México. Dos casos sobre violencia
intrafamiliar. Pero aparte de la nota roja y la descomposición social que se
evidencia, me resaltó mucho el nombre de las víctimas: Owen y Dominic.
Cuando hablé sobre la originalidad buscada por una muy grande
porción de la sociedad (apuntes sobre la tan mentada originalidad), señalaba
como una de estas características la elección de un nombre, supuestamente
original, que marque al niño desde un inicio, como alguien no del montón, más
bien alguien especial.
Porque qué tiene de especial ser: Antonio, José, Juan,
Arturo, Diego, o Pedro; en todo caso ser: Ian, Stiv (Steve), Brayan (Brian),
Didier, Yobani (Geovanni) o Maicol (Michael). El deseo invencible por blanquear,
al menos el nombre, ya que la piel no se puede, o en todo caso, cuesta más
trabajo y dinero.
En el documental Freakonomics,
se analizan, basados en números, algunos aspectos de la vida de los
estadounidenses. Uno de ellos, es un estudio bastante interesante sobre la
relación entre los nombres de las personas y el éxito o fracaso que puedan
tener en su vida, o al menos, en la percepción que sobre ellos se tiene, sin
conocer otra cosa que sus nombres.
El realizador habla acerca de la discriminación existente, a
partir de los nombres que tiene la gente. Gente discriminada por llevar un
nombre culturalmente de raza negra (Shaniqua, De Marcus, Leroy, etc.), frente a
nombres anglosajones.
Me puse a pensar si esta relación discriminatoria se
extrapolará a México. Ya que, al menos en mi experiencia, estos nombres
“blancosygringos”, los llevan niños y jóvenes de clases sociales bajas, gente
pobre. Si llegado el momento, al ver el nombre Brayan Pérez Rodríguez, cargue
sobre el un saco de adjetivos negativos, como pasa con nuestros vecinos.
No lo sé, sólo el tiempo lo dirá.
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