El pasado martes 15 se llevó a cabo el juego de estrellas del
beisbol de las grandes ligas, en Minnesota. Algunos de ustedes ya saben que me
gusta mucho el beisbol, que lo jugué de niño y adolescente. La verdad es que
quería escribir sobre esto desde el año pasado, pero no me había animado.
Ahora, tras el juego del martes, hay un buen motivo para hacerlo.
Derek Jeter jugó su último juego de estrellas, de hecho se le
homenajeó en el mismo. Además participó en el triunfo de su equipo. Jeter es
parte de una generación que ganó todo a finales de los noventa. Está en varias
de las listas con las mejores estadísticas ofensivas. Es uno de los poquísimos
jugadores que siempre estuvo en el mismo equipo; igual que el implacable
Mariano.
Pero lo que es aún más sobresaliente, es que es uno de los
“poquisísisimos” peloteros que no usó sustancias prohibidas para incrementar su
rendimiento, que no se dopó. Para tener mejores marcas, para tratar de ser el
mejor. Y eso, me parece tan sobresaliente, como el número de hits que ha
bateado o los títulos de serie mundial que posee. Es un tipazo.
Hoy en día, parece que jugadores tan admirados en su momento,
como Marc McGwire, Barry Bonds, Roger Clements, Sammy Sosa, Many Ramírez, no
van a ingresar jamás al salón de la fama. A pesar de los bestiales records y
hazañas de los que fueron protagonistas. A pesar de todo lo logrado. Todos
desenmascarados, algunos cínicos y mentirosos. Todos tramposos. Una carrera
tirada al excusado.
En su momento me dolió mucho. Eran mis ídolos de la niñez.
Mis admirados jugadores. De quienes platicaba extasiado sus proezas en el
campo. Mis héroes. La muerte de mis ídolos.
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